entre un No-más y No-todavía
#HistoriasDePioneras
Por: Héctor TABARES ORTIZ
Yo,
la que a mis 23 años en 1920 dirigí la primera huelga de obreras en Colombia y
la segunda en Suramérica -la primera fue en Brasil- pido, en voz de una tercera
persona, que cuando se hable de nosotras las hilanderas revoltosas de la Fábrica
de Tejidos de Bello -la empresa textil más importante de Colombia entonces, hoy
Fabricato- se diga que nuestra lucha acompaña todavía a las mujeres que no
creen en su debilidad ni en su blandura, más cuando se trata de robustecer la
paz.
Nunca
fallecí en Medellín a mis 36 años de edad, a causa
de la descarga eléctrica que recibí la noche de tormenta del 16 de noviembre de
1932, cuando pretendía solucionar yo misma un problema de electricidad en la
terraza de mi humilde casa en Medellín. Conseguí sobrevivirme, a la sazón vivo
en un presente continuo que me permite aparecer y desaparecer
permanentemente. Discurro en completa soledad, sin
hermanos, sin marido, sin hijos, dedicada de tiempo completo al cuidado de mi
madre, Celia Espinal, enferma mental, de quien tomé su apellido.
¿Que
quién fui yo de padre desconocido? Dado que vivo cambiando constantemente de
rumbos, de direcciones, solo diré que por 1920 la industria textil en Medellín
y Bello (Colombia) empleaba hombres, niños, niñas y mujeres en sus telares; muchas
con edades entre 13 y 15 años eran obligadas a permanecer solteras, con
jornadas de trabajo de doce horas. Los capataces nos acosaban y abusaban
sexualmente. Para garantizar la prisa en el desplazamiento, nos obligaban a
asistir a la empresa descalzas y permanecer así durante la jornada laboral. El
dueño de la empresa, don Emilio Restrepo, un rico de Medellín que en ocasiones llegaba
en su coche tirado por caballos ingleses, sostenía que las obreras perdíamos mucho
tiempo tratando de no embarrarnos en el polvoroso o enlodado camino hacia la factoría.
No nos daban alimentación digna, ni uniformes,
ni se nos enseñaba bien el manejo de las herramientas y las máquinas. Tuvimos casos
de cortes de dedos e incluso de manos frente a las máquinas, lo que nos forzaba
a irnos a casa para curarnos nosotras mismas. Soñábamos con disfrutar de los
tres ochos: ocho horas de trabajo, ocho de descanso, ocho de ocio, ya que en un
principio se dieron casos de hasta 14 horas de trajín continuo.
A la par con aquello, manteníamos una lucha
ideológica con la Iglesia católica. El sermón del cura incluía exigirnos a las
solteras vivir en castidad.
El 12 de febrero de 1920, antes de las 6 de
la mañana, las lideresas del descontento nos situamos en la puerta de la
fábrica y empezamos a convencer al resto de compañeras y compañeros de que no
ingresaran. La totalidad de las mujeres acataron la orden, pero los hombres
fueron más remisos, en su mayoría no nos acompañaron. Les gritamos: “¡Gallinas, cobardes! ¡Les cambiamos estas
faldas por esos pantalones!”. La humillación funcionó: Ya en la por la
tarde estábamos instaladas en la entrada de la fábrica 400 obreras y obreros protestando.
Exigíamos igualdad de salarios: una como obrera ganaba entre $0.40 y $1.00 a la
semana; los hombres ganaban por el mismo oficio entre $1.00 y $2.70 semanales.
Había un sistema de multas que nos obligaba a pagar por cualquier revés, por
llegar tarde, por hacer un daño casualmente, por enfermarse, por distraerse.
Al día siguiente llegó el alcalde de Bello y
las autoridades del clero de Medellín a convencernos. No cedimos: la huelga
había cogido fuerza.
Al tercer día, con un grupo de compañeras
viajé a Medellín a buscar solidaridad y a contarles a los periodistas el porqué
de nuestro paro.
El 4 de marzo finalizamos la huelga, habían
sido 21 días duros, de parálisis de la empresa que nos explotaba. Se había
acordado una mejora del 40 por ciento en el salario, reglamentar el método de
multas, jornada de trabajo de 10 horas y más tiempo para almorzar, autorización
para asistir calzadas a la fábrica, y el despido de uno de los supervisores acosadores.
“La huelga de las señoritas” -como
llamaron nuestro paro-, marcó un hito en la historia del movimiento obrero
colombiano, sirvió de ruptura con la tradición de mujeres que sumisa y
calladamente éramos carne de explotación laboral y acoso sexual en las fábricas.
Y sirvió de
ejemplo para la organización de obreras telefonistas en Bogotá y Medellín, así
como para estimular el apoyo de los sectores más progresistas de la época a las
huelgas obreras y luchas sociales.
Movida entre un No-más y No-todavía, todavía
ando, de manera “pasiva” por línea, preparando, expresando indignación y
llamando la atención sobre asuntos sociales que en mi época en vida no existían
o no se afrontaban. Junto con mis compañeras de la huelga hoy somos virales,
hosteando, wasapeando participamos en las luchas sociales por
Facebook, Twitter, Youtube, aplaudiendo -agazapadas
en memorias de carne y hueso- las justas de las mujeres en Colombia. De manera
a veces pertinaz, acompañamos en Medellín en sus ´velatones´ a Las Madres de la
Candelaria, que llevan 20 años buscando a las 148 personas desaparecidas
cercanas, y en solidaridad con las 2.813 personas
que son buscadas por sus familiares en todo Colombia. Otros momentos coreamos las voces
de las Madres de Soacha, denunciando que hay casos de ‘falsos positivos’ que no
se han revelado, por miedo.
A veces cantamos con las de la Ruta Pacífica de
las Mujeres, movimiento feminista que busca erradicar la violencia. En ocasiones, me agazapo en los textos
que escriben sobre mí escritores del pueblo. Recientemente, una escritora colombiana,
radicada en las ´europas´, me caracterizó en una novela épica con “espesas y alborotadas cejas y profunda
mirada azabache”, y me puso a escribir un diario, me regaló una hermana y una
amiga, una madre, una abuela, un amor. Me retrató humilde, esperanzada, con un
carácter recio. Y melancólica y temerosa.
¡Nada que ver! ¡Soy feliz!
Foto Tomada de Tele |
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