domingo, 14 de marzo de 2021

Betsabé Espinal

 

entre un No-más y No-todavía

#HistoriasDePioneras

Por: Héctor TABARES ORTIZ

   Yo, la que a mis 23 años en 1920 dirigí la primera huelga de obreras en Colombia y la segunda en Suramérica -la primera fue en Brasil- pido, en voz de una tercera persona, que cuando se hable de nosotras las hilanderas revoltosas de la Fábrica de Tejidos de Bello -la empresa textil más importante de Colombia entonces, hoy Fabricato- se diga que nuestra lucha acompaña todavía a las mujeres que no creen en su debilidad ni en su blandura, más cuando se trata de robustecer la paz.  

   Nunca fallecí en Medellín a mis 36 años de edad, a causa de la descarga eléctrica que recibí la noche de tormenta del 16 de noviembre de 1932, cuando pretendía solucionar yo misma un problema de electricidad en la terraza de mi humilde casa en Medellín. Conseguí sobrevivirme, a la sazón vivo en un presente continuo que me permite aparecer y desaparecer permanentemente. Discurro en completa soledad, sin hermanos, sin marido, sin hijos, dedicada de tiempo completo al cuidado de mi madre, Celia Espinal, enferma mental, de quien tomé su apellido.

   ¿Que quién fui yo de padre desconocido? Dado que vivo cambiando constantemente de rumbos, de direcciones, solo diré que por 1920 la industria textil en Medellín y Bello (Colombia) empleaba hombres, niños, niñas y mujeres en sus telares; muchas con edades entre 13 y 15 años eran obligadas a permanecer solteras, con jornadas de trabajo de doce horas. Los capataces nos acosaban y abusaban sexualmente. Para garantizar la prisa en el desplazamiento, nos obligaban a asistir a la empresa descalzas y permanecer así durante la jornada laboral. El dueño de la empresa, don Emilio Restrepo, un rico de Medellín que en ocasiones llegaba en su coche tirado por caballos ingleses, sostenía que las obreras perdíamos mucho tiempo tratando de no embarrarnos en el polvoroso o enlodado camino hacia la factoría.  

   No nos daban alimentación digna, ni uniformes, ni se nos enseñaba bien el manejo de las herramientas y las máquinas. Tuvimos casos de cortes de dedos e incluso de manos frente a las máquinas, lo que nos forzaba a irnos a casa para curarnos nosotras mismas. Soñábamos con disfrutar de los tres ochos: ocho horas de trabajo, ocho de descanso, ocho de ocio, ya que en un principio se dieron casos de hasta 14 horas de trajín continuo.

    A la par con aquello, manteníamos una lucha ideológica con la Iglesia católica. El sermón del cura incluía exigirnos a las solteras vivir en castidad.

   El 12 de febrero de 1920, antes de las 6 de la mañana, las lideresas del descontento nos situamos en la puerta de la fábrica y empezamos a convencer al resto de compañeras y compañeros de que no ingresaran. La totalidad de las mujeres acataron la orden, pero los hombres fueron más remisos, en su mayoría no nos acompañaron. Les gritamos: “¡Gallinas, cobardes! ¡Les cambiamos estas faldas por esos pantalones!”. La humillación funcionó: Ya en la por la tarde estábamos instaladas en la entrada de la fábrica 400 obreras y obreros protestando. Exigíamos igualdad de salarios: una como obrera ganaba entre $0.40 y $1.00 a la semana; los hombres ganaban por el mismo oficio entre $1.00 y $2.70 semanales. Había un sistema de multas que nos obligaba a pagar por cualquier revés, por llegar tarde, por hacer un daño casualmente, por enfermarse, por distraerse.

   Al día siguiente llegó el alcalde de Bello y las autoridades del clero de Medellín a convencernos. No cedimos: la huelga había cogido fuerza.

   Al tercer día, con un grupo de compañeras viajé a Medellín a buscar solidaridad y a contarles a los periodistas el porqué de nuestro paro.

       El 4 de marzo finalizamos la huelga, habían sido 21 días duros, de parálisis de la empresa que nos explotaba. Se había acordado una mejora del 40 por ciento en el salario, reglamentar el método de multas, jornada de trabajo de 10 horas y más tiempo para almorzar, autorización para asistir calzadas a la fábrica, y el despido de uno de los supervisores acosadores.   

     “La huelga de las señoritas” -como llamaron nuestro paro-, marcó un hito en la historia del movimiento obrero colombiano, sirvió de ruptura con la tradición de mujeres que sumisa y calladamente éramos carne de explotación laboral y acoso sexual en las fábricas. Y sirvió de ejemplo para la organización de obreras telefonistas en Bogotá y Medellín, así como para estimular el apoyo de los sectores más progresistas de la época a las huelgas obreras y luchas sociales.

   Movida entre un No-más y No-todavía, todavía ando, de manera “pasiva” por línea, preparando, expresando indignación y llamando la atención sobre asuntos sociales que en mi época en vida no existían o no se afrontaban. Junto con mis compañeras de la huelga hoy somos virales, hosteando, wasapeando   participamos en las luchas sociales por Facebook, Twitter, Youtube, aplaudiendo -agazapadas en memorias de carne y hueso- las justas de las mujeres en Colombia. De manera a veces pertinaz, acompañamos en Medellín en sus ´velatones´ a Las Madres de la Candelaria, que llevan 20 años buscando a las 148 personas desaparecidas cercanas, y en solidaridad con las 2.813 personas que son buscadas por sus familiares en todo Colombia. Otros momentos coreamos las voces de las Madres de Soacha, denunciando que hay casos de ‘falsos positivos’ que no se han revelado, por miedo.   

   A veces cantamos con las de la Ruta Pacífica de las Mujeres, movimiento feminista que busca erradicar la violencia. En ocasiones, me agazapo en los textos que escriben sobre mí escritores del pueblo. Recientemente, una escritora colombiana, radicada en las ´europas´, me caracterizó en una novela épica con “espesas y alborotadas cejas y profunda mirada azabache”, y me puso a escribir un diario, me regaló una hermana y una amiga, una madre, una abuela, un amor. Me retrató humilde, esperanzada, con un carácter recio.  Y melancólica y temerosa. ¡Nada que ver!  ¡Soy feliz!

Foto Tomada de Tele 


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