UNA
NOCHE MONÓTONA, FRÍA, DE LUNA ROJA, de ´tormenta´, ya viejo, recuerdas tu niñez junto a tu padre nonagenario,
encerrado como en un mausoleo, digamos, por confinamiento. Decides contarla con
ojos de tercera persona, trechos en prosa trechos en poesía. Atajas tus deseos.
Valoras que es mejor narrarla en primera voz antes de que la imagen se
desvanezca en la isla de la memoria.
Sentado en el comedor de tu casa
en La Sabana de Bogotá piensas en no sé por dónde empezar. Buscas una
servilleta de papel, vas a dar donde no hay nada, solo el zumbo del mosquito, el
relajante plop plop de las burbujas en la pecera. Alzas los ojos, memorizas,
organizas, te explicas lo que percibes, sientes, miras a la gata que se sube a
la silla. Cuentas los imanes de la nevera, los sumas a los dedos de tus manos.
Encuentras que podrías llenar páginas y páginas de una lírica ansiosa, para
decir en vaharadas que, junto con tu madre que te albergó en su vientre siete
meses y medio como cosa bajada de lo alto, te proveyó un corazón y los genes de
la calvicie. Te parió en casa en Medellín, a cuatro cuadras de la carrera 45
del barrio Manrique, bautizada Avenida Carlos Gardel. Te dio leche de sus
pechos para conseguirte piernas fuertes. Brazos largos. Dientes duros. Baja
estatura. Ojos para mirar al cielo y asegurar que no estamos solos en el
cosmos, él también te procuró vida.
Y aunque no pudo recibirte con sus
manos agrietadas de albañil en una cementera en 1953 cuando naciste, te bañó, colocó
compresas con vinagre en tus magulladas. Te enseñó a dar los primeros pasos en
un rancho con pisos de barro, techos con hojas onduladas, sin acceso a
servicios básicos, hasta puso una mota de algodón esterilizado en la herida que
dejó la extracción de una muela para que la mordieras, la mordiste y frenó el
sangrado una madrugada en Bello en medio de un torrencial aguacero. ¡Hubieras
visto!
Más crecidito te contó historias
de la violencia que resistió en su juventud en su natal Frontino, que lo llevó a
finales de los cuarenta a Medellín. Te enseñó su fe, a jugar ajedrez, a montar
en su bicicleta hechiza, mitad Raleigh Antigua, mitad con latas, hierros.
Nunca pudiste aprenderle a
silbar. Lo envidiabas. Lo intentaste veces y veces, y aun lo intentas, sin
cubrebocas: meñiques en la boca, lengua hacia adelante o retraída. Solamente un
soplo, débil: ¡fiiiuuuuuuu!
A comienzos de los sesenta hizo con sus manos y
con las manos de sus amigos en ´minga´ un techo en forma para tu cabeza y la de
tus siete hermanos en La Gran Avenida, ya en el barrio obrero en Bello donde te
levantabas, te duchabas, salías con el cabello húmedo, brillante, a la calle a
tropezar con tu naciente vida. ¡Qué vida! De donde regresabas harto, hambriento.
Con cara de dolor que era tu drama de haberte dado bofetadas con otras pieles.
Otros huesos. Otras sangres.
Muchos años cargó con su paga
semanal en la textilera Fabricato comida para todos y ropa. Exclamaba: ¡Gracias
a Dios! Salario que le alcanzó para instruirte con las Dominicas de La Presentación,
con los de La Salle, que te acomodaron para la vida bien, mal.
Te llevó con tu madre a conocer el
gran río Magdalena donde comiste por primera vez coporo o bocachico, pez
originario de su cuenca, que atraviesa toda la geografía de Colombia. Río que
hasta se ha tragado muchas de las palabras con las que has hecho memoria
histórica colectiva y periodismo literario
historias de vida de personas
mayores víctimas del conflicto armado
porque sabes que ha cargado
bultos de campesinos arrojados, avistado cabezas de pescadores pendiendo de los
puentes en sus 1540 kilómetros entre las cordilleras Oriental y Central de los
Andes colombianos.
Te regaló el primer pantalón largo
jean de azul índigo de rebeldía, aunque no le alcanzó para regalarte el
acordeón de la vitrina una Navidad y te corrige por lo mal hablado que eres.
Te sirvió de aval en la
biblioteca del pueblo donde conociste nombres de hadas, de seres mitológicos. De
pájaros. Ríos. Ciudades. Aprendiste a conversar en tu mente con dos o tres
escritores. A disfrutar la música de más allá del coro de la parroquia. A leer
lo heroico del universo. A empezar a entender que apenas somos una sombra en el
espacio. Biblioteca que demolieron, en cuya sala infantil te transportabas a otro
país, como a Liliput
la nación isleña de Los viajes de
Gulliver, de Swift
donde todo se ofrecía en miniatura: mesas, sillas para ´monstruos´ enanos,
ventanas diminutas, estanterías bajas, libros con incipientes portadas de
cartón.
Ese, mi padre Félix Antonio, que
amó a mi madre Blanca Libia ya partida, como los padres de pacíficas virtudes y cruces a
sus espaldas de múltiples colores, con cargas de eternidad que no se escriben,
porque da miedo contar que cada uno poco reflejamos su luz en los propios y
fraternos abismos del purgatorio.
Es lo que me digo de él con
sílabas de gratitud, sílabas de amor, sílabas de admiración para alumbrar su
vida. Y nos veo expresándoselo en vivo, sin tapabocas, con palabras de ofrenda en
sus noventa y cinco junios en Bello, luego de que pase esta ´borrasca´. Si pasa.